viernes, 31 de octubre de 2014

(4) Vertiginoso descenso al Valle Gran Rey

El sábado día 1 de noviembre emprendimos tranquilamente nuestra última caminata, consistente en el descenso desde Arure al llamado Valle Gran Rey o La Calera, una de las zonas más turísticas de La Gomera, con una playa de arena que, aunque negra, resultó de lo más agradable.


Después de recorrer en casi una hora los algo más de 30 kilómetros desde nuestro hotel, en Santiago, a Arure, el lugar de donde salimos, por una intrincada carretera que atravesó en medio de una fina niebla parte del Garajonay, nos preparamos para iniciar la marcha pasadas las diez de la mañana. Comenzamos visitando el mirador de Santos, donde hicimos la primera foto. Desde allí se divisan las casas de Taguluche.


Los barrancos de La Gomera y, en general, la difícil orografía, justifican que se desarrollara el silbo como sistema de comunicación eficaz cuando no se daban las nuevas tecnologías.


Drusito se levantó este día animoso y con ganas de seguir las andainas. Por su parte, Juanma prefirió quedarse en el hotel para no poner en jaque as suas dolencias y descansar un poco.


El comienzo fue bastante llano y dulce, que diría Porota, que, a estas alturas, estaba ya totalmente esponjada.


El paisaje, espectacular, y nuestro guía, como siempre, atento a los detalles.



En un momento dado avistamos el núcleo de Valle Gran Rey, el segundo municipio más poblado de la isla tras San Sebastián pues tiene algo más de cinco mil habitantes, aparte del turismo flotante, que no es poco.


Poco a poco, tras ver nacer a unos cabritillos en una granja y observar unos hornos de cal, nos fuimos aproximando a la zona de descenso. Al principio incluso subimos un poquito, casi hasta los 900 metros.


Siempre con la vista del  mar acompañándonos imponente. Después todo fue bajada hasta la playa.


Sorprendente la imagen de la que se percató Beni: una bici estática con vistas al valle.


Una paradita técnica antes de empezar a bajar en serio.


Druso se protegió a sí mismo y de forma eficaz del fuerte viento y del sol intenso.


Aquí el camino todavía era ancho y fácil de llevar.


Pero luego se transformó en una intrincada bajada de curvas y piedras sueltas, rompepiés total.

Victor, como siempre, atento a la retaguardia.


El descenso se fue haciendo despacio y con alguna paradita corta para repostar fuerzas, ya que, entre otras cosas, hacía bastante calor.




La visión del pueblo desde arriba que cada vez parecía más cercano, nos animaba bastante. En total fueron unas dos horas de descenso implacable.


La foto siguiente es del final del camino, pues los metros que quedaban hasta la playa ya fueron asfaltados.



Con ganas de tomar algo fresco recalamos en la terraza El Mirador, un sitio donde aunque sólo íbamos a beber algo acabamos comiendo y muy bien. Muy recomendable. Estuvimos allí descansando un buen rato.


Al marcharnos, el propietario nos hizo una foto en la puerta. Ya se nos ve cara de descansados y bien comidos y bebidos.


Tras un rato continuando hacia abajo, el premio. Habíamos ido pertrechados de bañadores y toallas y podimos sumergirnos en las procelosas aguas del Atlántico que, ni de lejos, estaban tan frías como las de Galicia.


Una gozada de playa, ya casi de atardecida. Daban ganas de quedarse allí una temporadita al dolce fare niente.


Otra foto curiosa que Beni hizo en las inmediaciones: una planta carnívora.



De regreso dimos buena cuenta del magnífico buffet del hotel Tecina y jugamos los últimos chinos en el salón antes de irnos a dormir pues al día siguiente, domingo, nuestro chófer, Quique, vendría a buscarnos a las 6,45 de la mañana para llevarnos al puerto a pillar el ferry. Fuimos a desayunar antes de las 6 y la verdad es que había bastante gente, la mayoría usuarios también del barco. Ya en San Sebastián, Quique se despidió afectuosamente de todos nosotros.



La salida de La Gomera fue especialmente movida, con olas considerables. En un momento dado se oyó un ruido brusco y alguien con acento canario comentó con gracia: vaya,  ya hemos atropellado a una ballena. En mitad de la travesía la cosa se calmó bastante. Drusito estuvo en la zona de juegos todo el tiempo, muy feliz, sin resentirse por el madrugón.


Arribamos a Los Cristianos de buena mañana. La playa todavía estaba vacía y el calor empezó a apretar casi de inmediato. Teníamos que hacer tiempo hasta ir al aeropuerto.



Anduvimos toda la mañana bastante despistados y acalorados, de un lado para otro. La densidad de guiris en tirantes por metro cuadrado fue aumentando exponencialmente con el calor, aunque al final recalamos en un restaurante de pescaditos bastante agradable y probamos una fruta nueva que Fely conocía, el tamarindo. Bastante rico.


Pillamos dos taxis y junto con el coche de Fernando que se iban hacia Santa Cruz con Víctor a coger el ferry y el avión a Las Palmas, respectivamente, llegamos al aeropuerto Tenerife Sur y emprendimos la vuelta a casa.


Druso no estaba muy por la labor y protestó un ratito a pesar de que la escapada canaria fue la excusa para su primer viaje en avión de la que dejamos cuenta. Siempre hay una primera vez. Ahora, como siempre, a pensar en la siguiente, que la habrá.

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