miércoles, 29 de octubre de 2014

(2) De Tenerife a La Gomera y descenso desde el roque Agando


El miércoles fue el día del cambio de isla. Por la mañana nos juntamos en el vestíbulo del hotel para dirigirnos a la playa de los Cristianos, de donde sale el ferry para La Gomera.


Es una zona de turismo masivo alrededor de una playa enorme, con todo lo que conlleva de apartamentos, hoteles y establecimientos varios para una abundante fauna de guiris de toda Europa.


No es la forma de viajar que nos  mola, pero para un rato tampoco hace daño. Así es que nos pasamos unas horas callejeando por el paseo marítimo observando al personal. Un poco agobiante y con bastante calor.



Por eso cuando el sol se nubló, lo agradecimos.


En la playa había zonas de descanso desconocidas en Galicia que nos llamaron la atención. Esta, en concreto, era pública.


Pudimos pasear con comodidad gracias a un sistema de consigna que tiene la naviera que utilizamos, la Fred Olsen (en el lenguaje de los gomeros más bien "Fre Dolsen"), un vagón móvil en el que guardas tus pertenencias y luego lo cargan directamente en el ferry para que lo recojas a la llegada.





En el grupo se produjo una baja, ya que Manolo se encaminó al aeropuerto para volver a Vigo por asuntos laborales. A unas pocas semanas de la (pre) jubilación, tampoco es cosa de reprochárselo.


El barco es enorme, pero iba prácticamente vacío. En 50 minutos nos trasladó a La Gomera. Hay unos 20 kilómetros y sin niebla ambas islas se pueden ver sin problema alguno, incluso La Palma y la isla de Hierro.


Como en los días anteriores, Drusito dio un ejemplo de buen comportamiento, aunque fue una pena que descubriéramos tarde una zona de juegos infantiles en el barco. Lo disfrutó bien después, a la vuelta.


Aunque es habitual, dicen, la presencia de calderones (de la familia de las ballenas, pero poco más grandes que delfines) no vimos ninguno en la travesía.


Sol, luz y un enorme y tranquilo mar azul fue nuestro paisaje en este ratito de travesía.



En San Sebastián de la Gomera, la capital de esta pequeña y abrupta isla llena de tremendos barrancos (370 kilómetros cuadrados, 23.000 habitantes, unos 7.000 menos que hace medio siglo) nos esperaba Quique y su taxi de ocho plazas, un profesional comunicativo al que le gusta hablar y contar cosas. Muy simpático, como comprobamos durante los días de estancia en que fue nuestro chófer para los desplazamientos.


Y desde allí a nuestro hotel, el Tecina, el principal de la isla después del parador nacional, del que dicen que Fraga lo construyó tras decirle a Franco que era para San Sebastián, pero sin el apellido de La Gomera, con lo que el dictador le dio vía libre inmediata pensando que era para la ciudad vasca.

El hotel es un extenso complejo de 430 habitaciones diseminadas por la cumbre de un acantilado, con una piscina como centro.


Las habitaciones son amplias y cuidadas, y evidencian un buen mantenimiento pese a sus casi 30 años de existencia.


Los bloques de habitaciones tienen dos alturas y quedan muy difuminados con la abundante vegetación.


Y Druso, en la suya, disfrutó de su cunita y se hizo enseguida con el mando a distancia de la tele.





Desde el hotel se puede bajar por un ascensor horadado en la roca del acantilado a una playa, pero como es de grandes piedras ("cayaos" en canario) no nos atrevimos a utilizarla y preferimos la piscina.


Teníamos media pensión, con desayuno y cena en bufé libre. No es nuestro sistema preferido, por aquello de que comes de más, pero era francamente bueno. Variado y de calidad.

En el caso de Druso, se alimentó como siempre, autodevorando los biberones que no se le podían enseñar hasta el momento justo pues si lo veía se ponía como loco: le encantan.



Y por la noche, tras la cena, unos "barraquitos" jugados a los chinos o chinchimonis, como se prefiera.



Se trata de ese curioso café palmeño que descubrimos en nuestra estancia en aquella isla. Es casi una bomba ,con leche condensada, canela y licor 43, pero cedimos a la tentación. Y del resultado de las partidas nada puedo decir: es secreto de confesión como todo lo que ocurre en el camino o sus variantes.



Y al día siguiente, la primera de las tres caminatas: el descenso desde el roque Agando. 


Éramos doce tras la incorporación de Blanca (cuarta por la derecha en la fila superior), la mujer de Fernando, nuestro guía y organizador (el del gorro), igual de experta andarina que su marido.



Pero para soltura, la de Druso con los palos, que eran para él un foco de atracción insuperable en las paradas, cuando descansaba de la mochila en la que viajaba a la espalda de su mami.


Mientras caminábamos se nos dio por pensar en la curiosidad de que había 70 años de diferencia entre el más joven del grupo, de 15 meses, y los 71 tacos de Fernando, algo que no debe de tener muchos precedentes aunque no sea motivo para figurar en el Guinnes.


Empezamos la ruta en la base del impresionante roque, en Benchijigua, un lugar de tristísimo recuerdo en la isla por el grave suceso de 1984, cuando una lengua de fuego en un incendio forestal que amenazó gravemente el parque nacional de Garajonay (al que iríamos al día siguiente) provocó 20 muertos, entre ellos el subdelegado del Gobierno y otras autoridades.


El camino fue todo un gran descenso, partiendo de los 1.064 metros para concluir a solo 235 sobre el nivel del mar, por tanto casi 800.


Nada nuevo que decir de nuestro acompañante dormilón, como siempre a lo suyo.


Y por la ruta, restos muy visibles de otros incendios más recientes en los esqueletos de los brezos.


Y en todo momento pastoreados por la inmensa mole del Agando, una referencia permanente.



Empleamos 3 horas y 37 minutos netos en el descenso, paradas excluidas, y hubo que hacerlo con lentitud ya que el suelo era en su mayoría un lecho de piedras y escalones sueltos que precisaban de todos los sentidos disponibles.




Salvo el general disfrute del paisaje, en la ruta no hubo nada reseñable exceptuada la cuasipérdida de un paseante al que le gusta retrasarse para hacer el descenso a su paso natural, la carrerita. En una de sus paradas enfiló la ruta equivocada y no aparecía pese a que Víctor le buscó con denuedo.



Testigos del proceso de búsqueda y de como se cruzaban sin verse fue una pareja de ingleses, que luego bromeaban diciendo que les gustaría pasear con nosotros "puez ez una comedia divegtida ved como ze buscan y no se ven eztando zezca", nos dijeron en correcto español con mal acento al pasar frente al grueso del grupo. Simpáticos ellos.




A Porota siempre le sobre el tiempo y puede parar a descansar, ya que a poco que se aplicara nos sacaba muchos metros al resto del grupo.



Al terminar recalamos en una minilocalidad llamada Pastrana y en un barcito del mismo nombre donde tomamos tapas y cañas hasta cansarnos, queso, calamares fritos, carne "fiesta" y cosas así.


Había también música en directo, a cargo de unos locales que celebraban el final de un curso y, a pesar de ser las dos de la tarde, se aplicaban con los cánticos aunque, desde luego, la afinación no era lo suyo.


Después, rumbo al hotel tras observar como Druso sugería, sin éxito, que alguien le diera una vuelta en quad. 


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